A través de su ministerio Jesús mostró el rostro de la misericordia de Dios. Desde la cruz, a través de los tiempo resuena el clamor de Jesús, desde el fondo de su corazón, «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». (Lucas 23:33)
Aquí radica la paradoja: con toda seguridad Jesús reconoció el poder del mal con cada dolor desgarrador en su cuerpo, el rechazo de él y de su mensaje. Aun así, en lugar de gritar contra aquellos que habían llevado a cabo su condena, la fortaleza para soportar la arremetida vino de su relación, de su comunión interior con Dios, a quien él llamaba «Abba». La persona de «Jesús» no es otra cosa más que amor, un amor dado de manera gratuita.
Entonces es esencial tener frente a nosotros la historia de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Al vivir los desafíos de la vida, nuestros momentos personales de muerte y resurrección, la resurrección de Jesús es un recordatorio constante de que la vida vence a la muerte, y que verdaderamente el bien triunfa sobre el mal y sobre la violencia de cualquier tipo perpetrado contra la humanidad y nuestro precioso planeta.
Salmo 138
Señor, te doy gracias con todo mi corazón,
porque oíste las palabras de mi boca.
Te canto en presencia de tus ángeles,
y me postro ante tu santo Templo.
Te doy gracias por tu bondad y fidelidad,
pues exaltas al que guarda tu palabra.
El día en que clamé, me oíste,
y aumentaste en mí el valor.
El Señor completará lo que hizo por mí.
Señor, tu amor es eterno,
no abandones la obra de tus manos.
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